Campos de batalla y campos de ruinas
Ocho días llevamos recorriendo las regiones en las cuales se desarrolló la inmensa tragedia del Marne, y en todas partes el mismo espectáculo nos sorprende: un espectáculo de desolación, de luto y de miseria, suavizado por la incurable sonrisa de la raza. ¡Sublime pueblo francés, que sabe, aun en los días más dolorosos de su historia, cuando el invasor huella aún su suelo, cuando las llamas de los incendios devoran aún sus tesoros, cuando sus campos están aún cubiertos de cadáveres, encontrar la fuerza necesaria para sonreír! Ha bastado que una promesa de victoria ilumine el alma de la patria, en efecto, para que todos, los hombres como las mujeres, los ancianos corno los niños, olviden sus penas y gocen de la esperanza.—Ahora—dicen los aldeanos de la Brie y de la Champaña, después de referir lo que padecieron hace tres meses—, ahora ya no hay peligro de que vuelvan. Y esta sola idea los consuela, los anima, los calma, los enardece. La misma avaricia, que es el mayor defecto, o la mayor virtud, del campesino que baña la tierra con el sudor de su frente, desaparece en la tormenta actual. Todo lo que tienen lo ofrecen para continuar la lucha y alcanzar el triunfo definitivo. Han dado sus hijos, lo que no es mucho. Han dado su trigo y sus caballos, lo que es más.
Que venga un día difícil para el Estado, y darán también los viejos escudos rubios que guardan de generación en generación enterrados en un rinconcillo de sus chozas, al abrigo de las tentaciones y de las codicias. Los grandes bueyes blancos de la canción de Pierre Dupont no son ya el amor más grande de esta gente. Por encima de ellos, que representan el tesoro egoísta, está la Francia, la sagrada Francia que sangra.
Hace un instante nos detuvimos en Allemant, con objeto de contemplar, desde las alturas, los inmensos pantanos en los cuales la Guardia prusiana sucumbió heroica y lastimosamente. El capitán Valotte, nuestro gentil y docto cicerone, explicábanos la maniobra que había permitido a las tropas francesas detener, en aquel punto, gracias al tiro de su artillería, e! avance alemán que amenazaba a París. Durante cinco días la minúscula aldea vivió en medio de una tempestad de metralla. En la llanura, hasta lo infinito, las cruces rústicas marcan piadosamente las fosas en que duermen su sueño eterno los soldados muertos por el Emperador y los soldados muertos por la República. Poco a poco, lo mismo que en las demás localidades por las cuales pasamos, los niños del lugar acudieron, algo inquietos, para rodearnos. Los dos mayores, un chico de diez años, con grandes ojos claros, y una niña apenas menor, linda como una flor silvestre, nos indicaban, con el dedo, los sitios que habían ocupado los cañones.
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