Treinta años van a cumplirse desde el día en que abandoné la casita florida en que nací. ¡Treinta años!... Y todavía ahora, en los momentos de vaga melancolía, oigo el murmullo de la fuente que cantaba en mi patio blanco su eterna canción de cristal... Todavía oigo el concierto de turpiales que en las mañanas de la perpetua primavera americana despertábame dándome consejos de amor. Dicen que la ciudad había cambiado en estos últimos veinte años, convirtiéndose en una de las más hermosas capitales de América. Estoy seguro, no obstante de que siempre conservaba la gracia andaluza de sus rejas y de sus surtidores, la languidez voluptuosa de sus jardines, la alegría de sus ventanas floridas, la elegancia severa de sus tapias blancas, la animación de sus tardes de rosa y oro. Yo, por lo menos, así la sueño siempre, y así pensaba verla algún día antes de morir. ¡Cuántas veces, en mis horas de nostalgia, una voz interior me murmuraba, en el fondo del alma, una invitación al retorno hacia los lares lejanos, cuya imagen era una promesa de paz, de dulzura, de quietud espiritual! "Ven, ven pronto, decíame esa voz." Yo lo dejaba para más tarde, para después de un libro... para después de un idilio... para después de la guerra... Al fin y al cabo, una ciudad tiene siempre tiempo de esperar a un hijo pródigo.

Sin embargo, mi deseo de volver, aunque no sea sino para pasar allá una semana, me atormenta ahora tanto como antes. Después de orar en el sepulcro de mi madre, rezaré ante la tumba de la Ciudad entera... Y, además, encontraré siempre el mismo sol, el mismo cielo, las mismas flores... El espectáculo de la impasible alegría de la Naturaleza flotando sobre los lugares trágicos, que tantas veces me ha sorprendido en las aldeas de Alsacia y de Marne, allá se convertirá en un cuadro formidable. ¿Qué son las apoteosis solares de Europa, en efecto, comparadas con las iluminaciones de los trópicos? En Guatemala el sol no se contenta con ser un modesto dorador, sino que envuelve el espacio entero en un raudal de pedrerías y baña los objetos en matices de esmalte. ¡Tú, que tanto hablas de los reflejos de Sevilla, querido Manuel Machado, ven conmigo a Guatemala y comprenderás lo que es vivir en una copa de luz! ¡Ah! !La belleza incomparable, la belleza casi inverosímil de la meseta de Santiago de los Caballeros! "Es el jardín del continente!, ha dicho Rubén Darío. Es un jardín de ensueño, en efecto; un jardín ideal, un jardín que no conoce ni la melancolía de los otoños, ni la agonía de los inviernos, y que vive en una perpetua primavera, bajo un sol que no es de fuego sino de oro, bajo un cielo cuyas estrellas, más numerosas y más brillantes que las de Europa, parecen animadas por las armonías pitagóricas. Es un valle de abriles, en el que los naranjos tienen las proporciones gigantescas de los robles centenarios, en el que los jazmines y los claveles, las anémonas y los iris cubren la tierra rosa de una alfombra de cuento de hadas, en el que los árboles que carecen de flores propias se adornan de orquídeas fantásticas... Maeterlinck, que me oye a menudo hablar así, me dice sonriendo con su sonrisa de niño: -Vamos a morir allá... Pero no es aquella una comarca para morir, sino para vivir. Con su exhuberancia de savia, el suelo guatemalteco tiene algo de paradisíaco, en el sentido bíblico de la palabra. Su atmósfera está siempre impregnada de vida, de deseos, de voluptuosidad y de bienaventuranza. Los mismos temblores que, de siglo en siglo, destruyen sus pueblos, son las demostraciones trágicas del fuego vivificador de sus entrañas.