Ocho días llevamos recorriendo las regiones en las cuales se desarrolló la inmensa tragedia del Marne, y en todas partes el mismo espectáculo nos sorprende: un espectáculo de desolación, de luto y de miseria, suavizado por la incurable sonrisa de la raza. ¡Sublime pueblo francés, que sabe, aun en los días más dolorosos de su historia, cuando el invasor huella aún su suelo, cuando las llamas de los incendios devoran aún sus tesoros, cuando sus campos están aún cubiertos de cadáveres, encontrar la fuerza necesaria para sonreír! Ha bastado que una promesa de victoria ilumine el alma de la patria, en efecto, para que todos, los hombres como las mujeres, los ancianos corno los niños, olviden sus penas y gocen de la esperanza.—Ahora—dicen los aldeanos de la Brie y de la Champaña, después de referir lo que padecieron hace tres meses—, ahora ya no hay peligro de que vuelvan. Y esta sola idea los consuela, los anima, los calma, los enardece. La misma avaricia, que es el mayor defecto, o la mayor virtud, del campesino que baña la tierra con el sudor de su frente, desaparece en la tormenta actual. Todo lo que tienen lo ofrecen para continuar la lucha y alcanzar el triunfo definitivo. Han dado sus hijos, lo que no es mucho. Han dado su trigo y sus caballos, lo que es más.